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Homilía en la fiesta de Juan Pablo II

Posted by P. Carlos Walker, IVE on octubre 23, 2015
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Homilía dada en la Misa en honor a Juan Pablo II, el 22 de setiembre de 2015, en el altar de la cátedra en la Basílica de San Pedro.

(EnglishItaliano)

El día en que el Papa Francisco canonizó a Juan Pablo II, lo asoció a la familia. “San Juan Pablo II – dijo –  Fue el Papa de la familia. Fue él mismo quien lo dijo, “Después de mi muerte, deseo ser recordado como el Papa de la familia”[1].

En el contexto de la celebración del Sínodo sobre la familia, quisiera hablar un poco de algunas ideas de nuestro querido San Juan Pablo II precisamente en relación a la familia.

En su libro Don y misterio, Juan Pablo II hablaba de la profunda influencia que su familia tuvo sobre él desde su niñez. Y hablaba de su propia familia como de su “primer seminario”:

“La preparación para el sacerdocio, recibida en el seminario, fue de algún modo precedida por la que me ofrecieron mis padres con su vida y su ejemplo en familia”.

Y se explayaba más sobre su relación con su padre, a quien consideró su educador religioso más influyente, por su enseñanza y ejemplo[2]:

“Mi reconocimiento es sobre todo para mi padre, que enviudó muy pronto. […] Después de su muerte [de su madre] y, a continuación, después de la muerte de mi hermano mayor, quedé sólo con mi padre que era un hombre profundamente religioso. Podía observar cotidianamente su vida, que era muy austera. Era militar de profesión y, cuando enviudó, su vida fue de constante oración. Sucedía a veces que me despertaba de noche y encontraba a mi padre arrodillado, igual que lo veía siempre en la iglesia parroquial. Entre nosotros no se hablaba de vocación al sacerdocio, pero su ejemplo fue para mí en cierto modo el primer seminario, una especie de seminario doméstico” (Don y misterio).

Este testimonio sobre el joven Karol Wojtyla es sumamente sugestivo. ¿Quién hubiera dicho a su padre que su hijo sería un día nada menos que San Juan Pablo II, el Papa Magno, un hombre de una influencia tan trascendente para la Iglesia y el mundo?

El siguiente texto, de la exhortación Familiaris Consortio, parecía manifestar lo que el mismo Papa había vivido en carne propia en su infancia y juventud:

“En virtud del ministerio de la educación, los padres, mediante el testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo —eucarístico y eclesial— de Cristo mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres, es decir, engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y Resurrección de Cristo.” (FC 39).

Santo Tomás de Aquino, de hecho, habla de la familia como de un “cierto útero espiritual” (S. Th. II-II, q. 10, a. 12). Es en el seno de la familia donde por disposición divina normalmente se reciben y se absorben los valores cristianos. Es allí donde estos valores se van adquiriendo, como por ósmosis, por lo que se puede observar a través de los buenos ejemplos, incluso más que por lo que se escucha, como cuenta Juan Pablo II respecto de su propio padre.

En Familiaris consortio Papa dice incluso que la familia cristiana no sólo forma hijos de Dios sino que llega a decir que es “el primer y mejor seminario”:

“La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la familia que está abierta a los valores transcendentes […]  y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida consagrada” (FC 53).

Estas palabras tienen mucho peso y son de una gran actualidad. En efecto, en medio del materialismo craso que nos toca vivir en la sociedad actual, donde Dios muchas veces es negado y opuesto en forma sistemática, las familias tienen un papel semejante a un “invernadero”, en el cual las plantas son protegidas del frío. Siguiendo al Concilio, Juan Pablo II llama a la familia “iglesia doméstica”[3], donde se aprenden las virtudes y se neutralizan las influencias negativas del mundo.

En este útero espiritual, “Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas”… donde se da “un intercambio educativo entre padres e hijos, en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres” (FC n. 21).

Estas realidades, que nosotros hemos experimentado en nuestras mismas familias, se verifican también en la familia religiosa. Si Santo Tomás habla de la familia como de un útero espiritual, esta imagen se podría aplicar análogamente a la propia congregación, a la familia religiosa a la cual pertenecemos:

“En  nombre  de  Cristo  queremos  constituir  una  familia  religiosa  en  la  que  sus miembros estén dispuestos a vivir, con toda radicalidad  las exigencias de  la Encarnación y de la  Cruz, del Sermón de la  Montaña  y de la  Última Cena. Donde se puedan  vivir  los anonadamientos de Nazaret y del Calvario, donde se entre en las confidencias del Tabor y de Getsemaní. Donde se experimente la paternidad del Padre, la hermandad del Hijo y  la inhabitación  del  Espíritu  Santo,  amándonos  de  tal  manera  los  unos  a los  otros  por  ser hijos  del  mismo  Padre,  hermanos  del  mismo  Hijo  y  templos  del  mismo  Espíritu  Santo, que formemos un solo corazón y una sola alma (At 4,32)”. (Cost. n. 20).

La Congregación, nuestra querida familia religiosa ¿no es acaso nuestra madre, que nos engendró a la vida espiritual?

Es allí donde Dios nos ha llamado, convocándonos de un modo particular desde tantos rincones de la tierra, con una misión común que cumplir.

Es allí donde recibimos los medios sobrenaturales para nuestro desarrollo espiritual. La Congregación, como verdadera madre, nos alimenta con los medios de la gracia y nos instruye en nuestra vida espiritual. Es la madre que nos forma, es allí donde hemos conocido el Magisterio bimilenario de la Iglesia, a Santo Tomás, los doctores y santos de todos los tiempos. Y que nos ha enseñado a amar de un modo especial las “tres cosas blancas”: la Eucaristía, la Virgen y el Papa.

Es allí donde, mediante un estilo propio de vida, de acuerdo a nuestro carisma, nos ayudamos y enardecemos mutuamente en la búsqueda de la santidad (cf. Const. n. 92).

Es de nuestros hermanos y hermanas que recibimos constantemente – como por ósmosis – el buen ejemplo y el estímulo para practicar la virtud en el seguimiento de nuestro llamado y en el cumplimiento de nuestra misión.

Esta realidad crea lazos incalculablemente profundos, ya que “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”, pregunta Nuestro Señor, “quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,59). Es decir, hace de nosotros “un solo corazón y una sola alma” (At 4,32).

Es por esto, por motivos teologales, y no por razones accidentales o folklóricas, que tenemos un amor tan profundo por nuestra familia religiosa.

Pienso en este momento en nuestros padres y hermanas en Medio Oriente, quienes aún en medio de una guerra prolongada y tan sangrienta, rodeados de tantos peligros, solo piden quedar para continuar su misión con su gente.

Pienso en los padres y hermanas que se dedican a las obras de caridad, cuidando a Cristo en los pobres y enfermos. En particular, en nuestras hermanas que atienden leprosarios en circunstancias extremadamente difíciles.

Pienso en nuestros misioneros y misioneras en las selvas de Guyana, Papúa y África.

Pienso en quienes misionan en las estepas de Rusia, y entre los musulmanes en Asia Central.

Pienso en quienes trabajan en los climas gélidos del norte, y en las alturas del altiplano en el sur.

No puedo dejar de pensar en quienes se preparan para misionar en la gran nación China.

Pienso en quienes sirven a Cristo entre los pobres y marginados de las grandes ciudades modernas.

Pienso en quienes tratan de anunciar a Cristo entre los agnósticos y hostiles del mundo cristofóbico.

Pienso en los contemplativos y las contemplativas, que escondidos en el claustro, se ofrecen y ofrecen sus plegarias por nosotros, haciendo de sus vidas una oblación continuada.

Pienso en nuestros seminaristas y en nuestras hermanas que, de nuestros centros de formación, no sueñan en otra cosa que en ir a una misión. Pienso en los novicios y novicias, en los seminaristas menores y en las aspirantes.

Pienso en los hermanos, que con humildad sirven a los demás en forma oculta.

Pienso en los religiosos enfermos, que nos atraen la gracia de Dios. Pienso en los minusválidos y huérfanos de nuestros hogares.

Pienso en todos nuestros queridos difuntos, que interceden por nosotros y nos esperan en la Patria…

Pienso en nuestras familias. Se ha dicho con razón que la fuerza de nuestra familia religiosa reside en gran medida en las familias de nuestros religiosos, por su fidelidad a Dios, por su testimonio de oración y compromiso para con la Iglesia y nuestros Institutos.

¡Esta es nuestra madre, nuestra querida familia, a la cual pertenecemos y en la cual queremos morir, porque nos ha dado a luz y nos conduce a la patria celeste!

Es la madre que amamos, porque además la Escritura nos amonesta: “maldito del Señor quien irrita a su madre” (Ec 3,16).

Hoy hacemos nuestra la plegaria de los mártires de Barbastro:

“Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor sin Cristo […] ¡Querida Congregación! Tus hijos, misioneros por todo el mundo, te saludan desde el destierro y te ofrecen sus dolorosas angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. ¡Viva la Congregación! Y cuando nos toque partir, diremos: Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós! ¡Adiós!”.

El Papa de la Familia, San Juan Pablo II, es el Padre de nuestra familia religiosa. Pidámosle hoy especialmente por nuestra familia religiosa. Pidamos por todos los que nos han hecho bien o mal. Pidámosle por todas nuestras familias.

“Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de la «Iglesia doméstica»” (FC 85)

[1] Papa Francisco: homilía de canonización de Juan Pablo II 27-IV-14.

[2] cf. George Weigel, Witness to Hope, 1999, pp. 31-32.

[3] Cf. Familiaris Consortio n. 21; Lumen Gentium n. 11.

Circular con ocasión del Sínodo de las Familias

Posted by P. Carlos Walker, IVE on octubre 03, 2015
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